“La emisión de dos contundentes reportajes en mayo y julio de 1993 señalaron el principio del fin del fenómeno valenciano, ya deteriorado por la masificación”
Nació sin nombre en los años 80, en la carretera entre València y Cullera, como un inesperado movimiento de vanguardia, y en el verano de 1993, ya bautizada como ruta del bakalao, estalló de éxito. Hace ahora 25 años varios reportajes de televisión descubrieron al atónito gran público una realidad que había permanecido oculta pese a sonar a todo volumen: que esa modernidad se había transformado en miles de jóvenes que empalmaban el fin de semana bailando mákina, alimentados muchos por drogas de diseño de las que los televidentes nunca habían oído hablar. Fue el principio del fin.
Durante todo 1992, las cámaras estuvieron pendientes de los Juegos de Barcelona y la Expo de Sevilla. Y, como siempre, de Madrid. Apagado el pebetero olímpico y cerrada en octubre la muestra universal, quedó un gran agujero que llenar. Un mes después, desaparecieron yendo a una discoteca las chicas de Alcàsser y se empezó a mirar a València. En enero aparecieron los cuerpos y se vinculó a Miquel Ricart y Antonio Anglés, autores del crimen, con ese mundo discotequero. Había un nuevo objetivo mediático: la ruta del bakalao.
En febrero de 1993, ‘La ruta de la poca son’ dio el pistoletazo de salida en Canal 9 pero de puertas adentro. ‘Hasta que el cuerpo aguante’, que presentó en mayo Carles Francino en Canal +, lo cambió todo y el duro ‘Danzad, danzad malditos’ que emitió el Código 1 de Arturo Pérez Reverte en TVE a mitad de julio abrió la veda a otros aún más sensacionalistas. La DGT también apuntó sus radares hacia allí. En su revista ‘Tráfico’, ese verano, el artículo ‘Las espinas del bakalao’ alertaba del reguero de muertos que dejaba.
Los orígenes
El periodista valenciano Joan M. Oleaque es uno de los grandes expertos en la ruta y reivindica la aportación que supusieron sus inicios. En el 2004 publicó ‘En èxtasi’, un ensayo que ahora ha revisado y reeditado en castellano de la mano de Barlin, en el que sostiene, con datos, que “el inicio real de la escena electrónica es en València, antes que en Manchester o en Ibiza”. Barraca y Chocolate fueron las primeras referencias. Ambas están en El Perelló, a 25 kilómetros de València; la primera sigue abierta y la segunda es un despojo que planea reabrir.
“Aquí no había una gran escena de conciertos pero sí gente con inquietudes que a partir de 1981 coge discotecas que no funcionan y empieza a pinchar la música más rara que encuentra, lo que da seña de identidad a los locales”, explica. “Buscan un rollo contracultural y transgresor. Crean un espacio nuevo, alucinante”, remarca. Así empezó todo.
El boca a boca traspasó fronteras. “Había grupos como Immaculate Fools o Sisters of Mercy que actuaban más aquí que en Inglaterra. Eran fenómenos de culto masivo. Mientras en Madrid se oía a Hombres G, aquí en los pueblos se oía a Bauhaus. En las grandes ciudades esos grupos se oían en lugares oscuros y aquí en discotecas de playa”, recuerda aún asombrado. “Y Spook lo acercó todo a València”, apunta.
La popularización
Bernardino Solís abrió junto a otros socios esa discoteca en 1984 a escasos 10 kilómetros de la capital y aún hoy sigue al frente de ‘la factoría’. Otras como Puzzle, The Face, ACTV o el famoso Templo de Chimo Bayo están en ruinas o derruidas. “Por aquí pasaron todos los clásicos de la época. Se quedaban hasta el mediodía y perdían el avión. Aquí han estado los Simple Minds sonando canciones suyas sin que nadie se diera cuenta. Tenían una prueba de sonido a las 10 en el estadio del Levante y a las 7 aún estaban aquí. Y como esa, unas cuantas”, apunta.
Spook fue la primera que no cerró, aprovechando la laxitud legal. “Todo eso llama la atención y empiezan a venir olas de gente de fuera que básicamente querían la parte más festiva”, apunta Oleaque. “La ruta no se cerró a una élite, se abrió a todo el mundo y las consecuencias son esas”, añade.
“Teníamos clientes de León que salían con un Dos Caballos el viernes a las siete de la mañana. O gente del País Vasco que cada vez que venía compraba un millón de pesetas en ‘merchandising’ para revenderlo”
Bernardino Solís
Impulsor de la discoteca Spook”
Solis lo confirma. “Teníamos clientes de León, que salían con un ‘Dos Caballos’ un viernes a las siete de la mañana. O gente del País Vasco que cada vez que venían compraban un millón de pesetas en ‘merchandising’ y se lo llevaban para revenderlo”, afirma.
La música empezó a cambiar. Ya no venía de Londres sino principalmente de Barcelona. “Había que hacerlo más fácil y empezó la parte más comercial. Se olvidó el eclecticismo y la música de vanguardia. De alguna manera se convirtió en una verbena”, explica. La mákina y el house más prmario lo coparon todo. Adiós, guitarras.
Las drogas
La imagen de la ruta quedó ligada a las drogas y, aunque siempre estuvieron, ni siempre fueron las mismas ni el consumo fue igual. “A principios de los 90 se impuso el éxtasis. Antes fueron las anfetaminas, después la mescalina, el speed y la cocaína. Siempre han formado parte del menú. Eran igual de malas al principio que al final pero primero se tomaban de una manera experimental para sentir la música y al final se convirtieron en una cosa absurda. La masificación lo fue en todo”, señala Oleaque.
El peso que tenían “es el mismo que tienen ahora, ni más ni menos”, asegura Solís. “Hay gente que no consume, hay quien hace un uso desequilibrado y otros que las toman como si fueran alcohol o tabaco”, resume pragmático.
El fatídico 93
Ese es el cóctel que esperaba a los grandes medios de comunicación que empezaron a ir a València. Otros ya estaban allí desde 1988. Como Óscar Montón y su socio Juan Carlos García, que con la productora Texas Rangers hacían videos para todas esas discotecas. “Al principio la gente quería que la grabaras, buscaba la cámara, pero hay un momento en que todo cambia”, explica Montón. “El reportaje del Plus fue un antes y un después, sacaron las miserias que había”, recuerda. Y no eran pocas. “El tema ya estaba en caída libre por la popularización. Cambiaron las ideas, la música y las drogas. Todo se hizo mucho más agresivo. Bajó el nivel de vanguardia, la ‘gente guapa’ dejó de ir porque ya iba ‘todo dios’ y se llena de ‘mascachapas'”, señala el ahora responsable de Eme Eme Producciones, que en el 2005 revisó el fenómeno con el premiado documental ’72h’.
“Al principio la gente quería que la grabaras, buscaba la cámara. El reportaje del Plus sacó a la luz las miserias que había y marcó un antes y un después”
Óscar Montón
Productor audiovisual
Oleaque recuerda que en su momento el reportaje del Plus “impresionó muchísimo al público”. “Los grandes medios vinieron en cascada. Acabaron viniendo periodistas de sucesos, algunos sensacionalistas, y se dio una visión de locos. De desfase total y de delirio. Ese verano marcó un punto de inflexión del periodismo basura como una fórmula superrentable. Me acuerdo de uno que era ‘la ruta del polvo blanco'”, señala. Nada que ver con la diversión de la que hablan los hermanos mayores.
A partir de entonces se multiplicó la presión y no solo con los necesarios controles de tráfico, apunta el periodista. “Hay una orden clara de que haya controles antidroga brutales pero no para atrapar a los narcos sino a los consumidores. La gente no sentía que estuviera haciendo nada malo y no le apetecía pasar por controles casi antiterroristas con metralletas y perros”, indica. Los lunes, balance de las operaciones a toda página. El empobrecimiento de la oferta musical y la masificación hicieron el resto. “Hubo una autodestrucción, acabó como una falla, salvo que no se quemó en una sola noche. Y quedó como un estigma, un tabú”, lamenta.